jueves, 11 de abril de 2024

CLÁSICOS POPULARES, DE AYER, DE HOY Y DE SIEMPRE.


                                          

                                                        CITAS (FALSAS, POR SUPUESTO)

                                          No son gigantes, son molinos

                                          CEO de Iberdrola Eólica.

 

Cuando éramos niños cada vez que escuchábamos el adjetivo clásico nos temblaban las canillas, y mirábamos al suelo esperando que el profesor no nos eligiera para salir a la pizarra y enfrentarnos a caprichosas declinaciones, a extrañas letras griegas  y a la idea de que la lengua latina era sintética, palabra que también asociábamos al algodón de los modernos calzoncillos o bragas que nos habían comprado.

Clásico nos evocaba sabor a antiguo, trasnochado, aburrido y rancio.  La primera literatura clásica de la que oímos hablar tenía nombres extraños, La Iliada, Antígona, La Odisea. Y cuando siendo unos chavales la intentábamos leer, nos perdíamos entre personajes siempre atormentados y en guerras continuas, nos liábamos con larguísimas historias llenas de mitos y leyendas y confundíamos nombres de personajes, dioses o mortales, siempre matándose unos a otros y fornicando entre ellos sin freno (todos los memes que hoy le dedicamos a Julio Iglesias se los ganó a pulso mucho antes un tal Zeus)

Hoy, si consultamos en San Google las mejores obras clásicas, la que encabeza muchas listas es El Principito. Está claro que tenemos un poco de batiburrillo en la cabeza acerca de lo que denominamos “clásico de la literatura”.

Sin intención de retruecanear, seguramente no entendemos lo mismo por literatura clásica que por clásicos de la literatura.

Y así,  descubrimos que los clásicos literarios comprendían todo aquello que se hubiera escrito hacía más de un siglo, más o menos, y que había conseguido transitar el tiempo y llegar hasta hoy, a nuestras vidas lectoras con plena fuerza y vigencia. Y entonces sí que hubo fiesta. Porque ahí había siglos y siglos de literatura y libros. Siglos de géneros, de estilos, de temas, de personajes. Un tesoro inagotable, con joyas para disfrutar durante varias vidas, si las tuviéramos.

Muchos los descubrimos con series editoriales como Clásicos juveniles de la editorial Bruguera. Aquellos libros que había en casi todas nuestras casas y que tenían en una página un texto resumido y en la siguiente página la misma historia contada en viñetas. O en la colección Joyas ilustradas. Grandes obras en formato comic (tebeo, le llamábamos entonces)




             


 

 

Pero ahí están todas esas historias, esas novelas de las que todo el mundo conoce título y autor, que hemos oído citados miles de veces y sobre los que podemos hablar con enjundia y conocimiento suficientes como para disimular… y que no se note que no las hemos leído.

Porque, a día de hoy, con las condiciones de lectura que nos enredan, dedicamos muy poco tiempo a leer clásicos.

Están en las estanterías de nuestras librerías favoritas, enseñando tímidamente sus títulos en vertical, recatadamente enseñando el lomo, apretados unos contra otros. Pero nunca los vemos en las mesas centrales de esas librerías, donde los libros nos muestran, sensual y desvergonzadamente, la portada completa. Donde con un vistazo se nos llena la retina de siluetas femeninas recortadas contra la luz de la luna, o de aguerridos guerreros de la Edad Media con la melena al viento, o de siluetas de muertos chorreando sangre brillante sobre un fondo negro.

A nuestra vista, en nuestras conversaciones, en nuestra mesilla de noche a la espera de su turno, en las listas de espera de las bibliotecas… sólo están las últimas novedades.

La vorágine editorial, con decenas de títulos nuevos cada día que tienen que dar sus beneficios en unas pocas semanas, nos absorbe. Nos deja poco tiempo para pensar, indagar y elegir nuestras lecturas. Las recomendaciones, críticas y sugerencias de libros que nos llegan de medios de comunicación (que la mayoría de las veces están influenciadas por intereses comerciales de editoriales que son hijas o primas hermanas de esos mismos medios), el mucho o el poco ruido mediático que provoca la literatura, rara vez nos atrae a libros publicados hace más de tres o cuatro años. Y nunca jamás a clásicos.

Somos los lectores los que debemos sacar la patita del tiesto y leer un poco a contracorriente de la marea editorial.

Quien más, quien menos ha leído a Dickens. Quizás dos o tres títulos en la juventud. Y también hemos leído Crimen y castigo, El jugador y algo más de Dostoyevsky (que quería yo hablarle de Dostoievski… decía Luis Ciges en Amanece que no es poco). Y a Jane Austen.  Y algo de Galdós.

Pero es que hay más. Mucho más. Incluso si hemos leído clásicos toda la vida.

Pero nos da pereza. Nos resulta algo difícil. Antaño se escribía de otra forma.

            El estilo en que están escritos estos textos se nos hace cuesta arriba. Pero es, simplemente, falta de costumbre. Nuestra pericia lectora se ha acostumbrado al ritmo y al estilo actual. Pero también sabemos que es cuestión de veinte páginas. A la veintiuna hemos acomodado nuestro ojo lector a las descripciones largas (esas descripciones físicas que se marca Dickens, que ocupan más de media página y que te retratan los personajes hasta sus más recónditos aspectos humanos, o esas descripciones del entorno que sabía hacer Galdós y que te trasladan a la vida cotidiana de la España de entonces), Y a la página veintidós nos hemos acomodado a ese lenguaje que ya no usamos, pero que te arrastra a una lectura asombrada y preciosista, con giros y usos de ese lenguaje que esconden  en su anacronismo una insólita belleza.

 


Hay incontables temáticas, innumerables autores de muy diferentes épocas, tantos estilos diferentes de escribir como escuelas, modas y movimientos estilísticos han ido pariendo los siglos. Al gusto de cada cual. Pero todos tienen una ventaja: el tiempo pasado. Los años y los siglos nos han hecho ese trabajo de cribado que sólo el tiempo puede hacer. Lo que ha sobrevivido ha sido por algo. Algo tendrán todos esos libros para haber merecido ser conservados en la historia de la literatura.

Hagamos pues el esfuerzo. Sigamos leyendo lo que nos gusta leer. No dejemos de esperar con ansia el último título de nuestro autor o autora favorito, que no se nos escape esa novela de la que todo el mundo habla, repasemos con gusto las mesas repletas de novedades, pero, al tiempo, rescatemos esos clásicos de ayer, de hoy y de siempre.

Me atrevo a aconsejar una rutina. Cada cinco o seis libros leídos, paremos un poco ante ese aluvión de títulos y miremos un poco en nuestras estanterías. A lo mejor encontramos un ejemplar de La regenta y recordamos que no lo hemos leído. O ese otro título de Jane Austen que no sabemos cómo ni cuándo llegó a nuestro poder. O las Novelas ejemplares de Cervantes de aquel tomo viejo que nos trajimos de casa de nuestros padres.

Y en las librerías, demos una oportunidad y un repaso a las estanterías donde grandísimos títulos miran con envidia las mesas de las últimas novedades. Desde su altura incómoda para la mirada, desde sus títulos emparedados tan prietos que no pueden respirar,  los mejores autores esperan nuestras manos y nuestros ojos.

Para eso han pasado a la posteridad.

En cuanto a recomendaciones, en este caso la cosa se pone harto complicada. O, por el contrario, muy fácil. Es complicado recomendar clásicos por la inmensidad de títulos de una máxima calidad literaria. Pero también es fácil porque esa misma cantidad hace que te puedas abandonar a ese romanticismo lector que provoca que unos pocos títulos se te metan en el corazón para toda la vida.

Dickens no puede faltar. No es de sus novelas más conocidas y leídas, pero Historia de dos ciudades es una de las lecturas más conmovedoras y sensibles que me he podido echar a las meninges. Una preciosa historia de amor no correspondido, atravesada por los ideales, convertidos en ríos tumultuosos y salvajes, que hicieron nacer la Revolución Francesa. Tiene uno de los principios más famosos de la literatura

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación

Los miserables, de Victor Hugo. Novelón imprescindible. Uno de los libros que provocan en quien los lee cambios y toma de conciencia sobre los grandes problemas del ser humano y de nuestra vida en sociedad. Mi escala ética y de valores le debe mucho a Victor Hugo.

Otro imprescindible más. Benito Pérez Galdós. Fortunata y Jacinta o cualquier parte de sus Episodios Nacionales son literatura que nos enseña mucho sobre nosotros mismos y nuestro país, pero me gustaría recomendar otro título, Misericordia. Una novela donde Galdós bucea en lo más profundo de la pobreza y la miseria, dotando a éstas de alma y humanidad.

Cada uno tenemos nuestros clásicos favoritos, sólo nos queda el gesto de bajarlos de la estantería.

Nos vemos en los libros.

 

4 comentarios:

  1. Gracias Pigüi por este precioso artículo recomendando leer algún clásico de vez en cuando.... Curiosamente, me compré La Odisea el otro día!!!

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    1. Gracias por leer. El viaje de Ulises ha sido durante siglos inspiración de innumerables expresiones artísticas. Recomiendo, después de leer la Odisea, la canción de Luis Llach "Viatge a Ítaca" donde el cantautor catalán pone música a un precioso poema de Konstantinos Kavafis.

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  2. Yo he vuelto a los clásicos desde hace unos años, justo cuando me regalaron un e-book lleno de novelas libres de derechos de autor. He disfrutado como nunca de esos autores inmortales, que lo son porque hablan de emociones que se sienten en cualquier época y lo cuentan con una destreza infinita. Una de las últimas que he saboreado es Casa desolada, de Dickens. También se pueden pasar ratos estupendos leyendo a Wilkie Collins (amigo de Dickens), Tolstoi, Andreiev, Unamuno, Emilia Pardo Bazán y tantos otros. Es curioso que podamos disfrutar a los clásicos gracias a tecnologías modernas y por eso les estoy muy agradecida.

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    1. Gracias por leer. Los clásicos tienen eso, que ya no tienen derechos y son accesibles. Pero hay que tener cuidado, las traducciones sí que tienen derechos y algunas veces te encuentras textos con traducciones muy antiguas y de mala calidad. De los que mencionas, tengo pendiente a Wilkie Collins. Mira, ya sé cual va a ser mi siguiente autor clásico Muchas gracias.

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