QUÉ ALEGRIA CUANDO ME DIJERON…
Qué alegría cuando me dijeron, vamos
a la casa del Señor, ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén.
Seguro que
la has canturreado al leerlo. Los que por nuestra edad vivimos una educación inmersa
en rezos, sotanas o cofias y crucifijos, a más honra de los ganadores de la
cruzada, tenemos en la memoria musical una ingente cantidad de canciones,
himnos, salmos y coletillas que por mucho que quisiéramos nunca podríamos borrar
de nuestra mente (que tampoco hace falta). Incluso, de forma harto ladina, los curas cogían sin
ningún pudor músicas de gente como Bob Dylan o Simón y Garfunkel para meterles
con calzador rezos y plegarias. Y funcIonaba. El marketing eclesiástico no les ha fallado
desde hace veinte siglos
Esta
digresión viene a cuento porque la cancioncilla de marras. La de la alegría cuando me dijeron, salta en
mi cabeza y sale de mis labios como un resorte automático cada vez que alguna
noticia me alegra, cada vez que me cuentan que voy a tener un nuevo sobrino
nieto, cada vez que alguien a quien quiero me anuncia cualquier buena nueva.
Pues… qué alegría cuando me dijeron que le han
otorgado el Premio Princesa de Asturias de las letras a Eduardo Mendoza.
Cuando uno
de los premios de relumbrón cae sobre uno de esos autores de los que han
habitado nuestra particular vida, la alegría es genuina y justificada. No sólo
por el hecho, bastante liberador, de que no tendremos que fingir en nuestras
conversaciones literarias que conocemos a ese escritor Kazajo que se ha llevado
el Nobel, del que jamás habíamos ni sospechado su existencia y sobre el que
solo podemos repetir los titulares de la sección de cultura de los periódicos
“un referente del puente cultural entre Oriente y Occidente y bla, bla, bla…”.
No sólo porque no tendremos que correr a nuestra librería favorita para poder
fardar de tener en nuestra estantería algún título de ese poeta uruguayo de
nombre extrañísimo al que le han dado el último Premio Cervantes.
También y
sobre todo, nos alegramos porque existe eso que podríamos llamar cariño
literario.
Todos
tenemos una reducida lista de autores a los que terminamos entregándoles
nuestro corazoncito de lectores, por muchos y variados motivos, cada uno por
los suyos propios.
Tenemos
autores favoritos a los que leemos y releemos, a los que estudiamos de niños y
de los que conocemos todos sus títulos. Hasta hemos leído algunos ensayos sobre
su literatura. Dickens, Victor Hugo o Galdós son los primeros que yo podría
nombrar.
Pero existe
otra categoría que, aunque no tenga tanto nivel de calidad, goza de nuestro
(por lo menos del mío) cariño literario. Son nuestros escritores favoritos
contemporáneos. Los que se han hecho escritores al mismo ritmo y en el mismo
mundo que nosotros nos hemos hecho lectores.
Nuestras
carreras, las de los creadores y las de sus lectores, han ido de la mano desde
siempre, se conocen y se tratan como si fueran familia, han compartido alegrías
y sinsabores desde sus inicios, los lectores hemos esperado ávidos la inminente
salida del siguiente libro así como los escritores han esperado (también ávidos,
aunque lo nieguen) la llegada de los lectores a las librerías y de sus ojos a
sus novelas, ensayos o poesías escritos en soledad. Se deben la existencia los
unos a los otros. Al fin y al cabo, ¿Qué me debe a mí la obra de Shakespeare?
¿En qué ha influido mi vida en la vida y las obras de Dickens? En cambio la
vida literaria y las novelas de Eduardo Mendoza están ahí y son así tanto por
sus fieles lectores como por la sociedad que formamos entre todos, que él
disecciona y parodia con su humor.
Eduardo
Mendoza, por su parte, nos da felicidad.
Así ha
definido él, en las numerosísimas entrevistas que han seguido al anuncio de la
concesión de tamaño premio, su intención y afán al dedicarse al noble y
sacrificado oficio de escritor.
La
literatura (la buena y a veces también la mala) siempre da felicidad al lector.
Felicidad entendida en un amplio sentido. Felicidad como un gusto instantáneo
que nos hace sonreír al terminar un
párrafo, o la felicidad que nos provoca mover y agilizar nuestra mente juntando
letras, palabras, frases, párrafos e ideas, y que nos recuerda que en nuestra
cabeza habitan todos los mundos, posibles e imposibles. O la felicidad, más
enraizada y profunda, que nos ayuda a construirnos como personas, libro a libro
y lectura a lectura, a base de conocimientos, sensaciones y emociones.
A Mendoza
le debo yo mucha felicidad. No recuerdo
ni cuándo fue ni cual fue el primer libro que leí de él. Lo que sí sé (ahora lo
sé, porque lo acabo de mirar en la edición que tengo) es que su primera novela
es del año 1975. La verdad sobre el caso
Savolta fue un éxito inmediato cosechando desde su salida premios y lectores.
No fardaré tanto, yo tenía entonces 9 años y aún andaba con Mortadelos, Astérix
y Tintines. Mi ejemplar, que aún atesoro, es de la décima edición que salió en
el año 89. Conserva una amarillenta pegatina de la librería Biblos (me pillaba muy cerca de
casa). Por cierto, de tanta alegría cuando me dijeron…, saqué este libro de la
estantería y, admitiendo que no me acordaba de casi nada, me lo he vuelto a
zampar para regocijo de mi espíritu lector.
Después de La Verdad sobre el Caso Savolta, Mendoza publica sus dos primeras
novelas del detective sin nombre. Con El
misterio de la cripta embrujada y El
laberinto de las aceitunas, descubrimos que la literatura podía ser divertida,
de una manera brutal y como declaración de intenciones. Para los que veníamos
de la adolescencia y nos jactábamos de leer libros transcendentes que nos
revelaban con crudeza y desánimo la realidad humana, que cuestionaban con tediosa intensidad
nuestra existencia y así alimentaban nuestros vanos sueños de adultez
intelectual, estos dos libros y más tarde
el serial publicado en El Pais Sin noticias de Gurb fueron una
descojonante liberación.
Después
Mendoza ya nos tenía. Desde entonces, y hablo de casi toda nuestra vida, sus
lectores le hemos seguido la huella libro a libro, entrevista a entrevista, permio
a premio (en el año 2016 recibió nada menos que el Premio Cervantes). Algún
título se nos habrá escapado, pero la gran mayoría de sus novelas están en
nuestras estanterías.
Tiene
también obras de esas que los críticos llaman mayores, como La ciudad de
los Prodigios o La isla inaudita
y toda una serie de novelas cortas, de una variedad de estilos y géneros con la
que consigue nunca aburrir al lector (el undécimo mandamiento). Entre estas
últimas brillan con relumbrón en mi memoria lectora dos títulos El asombroso viaje de Pomponio Flato,
una divertida digresión entre novela de detectives y cuento bíblico, y El
año del diluvio.
No sé si os
pasará a vosotros, pero sin tener un motivo claro, algunas obras literarias se instalan
en nuestro emocionario particular en un puesto preeminente. Quizás por calidad
literaria no se lo merezcan, pero ahí están. Una buena afición lectora debe
contar siempre con que somos seres caprichosos y de gustos particulares en su
propia mismidad.
Tengo
especial debilidad por El año del diluvio.
Una novela corta que casi nadie nombra al citar obras de Eduardo Mendoza. Es la sencilla historia de la relación entre una
monja y un terrateniente en la Cataluña rural de los años cincuenta, contada en
un tono amable y cercano y con unos personajes que Mendoza trata con esmerado
cariño, todo ello bajo unas lluvias torrenciales.
El año del diluvio será hoy mi recomendación. O
cualquiera de las obras de Mendoza anteriormente citadas si no has probado aún
su literatura. Aún sabiendo y asumiendo que a las recomendaciones las carga el
diablo y que los gustos de cada uno, en su propia mismidad como queda dicho,
normalmente no tienden a ser los generales. Aún así, nos gusta que lo que nos
ha hecho disfrutar a nosotros, lo haga con aquellas mentes y sensibilidades de
la gente a quien queremos. Tanto es así que de tanto insistir y dejarla a los
amigos, algunos de los cuales son de esa especie animal que no devuelve los
libros (no os preocupéis, os quiero igual), a lo largo de mi vida he tenido que
volver a comprar ejemplares de esta novela cuatro o cinco veces.
Una
curiosidad es su título Riña de gatos.
Fue novela ganadora del Premio Planeta,
y es quizás su novela de menos calidad literaria. Cuando, con bastante
frecuencia, el Premio Planeta cae
sobre la primera novela de un presentador televisivo o alguien famoso por
cualquier otra causa, es esperable que la calidad de la novela sea lo último
que preocupa a los señores que señalan al premiado, pero resulta que cuando El Planeta distingue a un autor de los
de prestigio, de carrera consolidada, la novela ganadora es, de manera
indefectible, la peor que ese insigne autor ha escrito.
Sobre los
premios literarios en España (y supongo que en los demás países, que en todos
lados cuecen habas) se podrían verter ríos de tinta.
Los Princesa de Asturias es un nombre al que nos tendremos
que acostumbrar después de tantos años de masculinidad del heredero a la corona
de España, dando gracias a que las igualdades, en este caso por azar de
nacimientos, den paso a una princesa. Para ser honestos, nuestra actual familia
Real desde siempre ha practicado a su manera eso de la igualdad de género: Las
Borbonas y los Borbones, igual de golfos y ladrones.
Los
Premios Princesa de Asturias, que se entregan desde el año ochenta y uno, han
ido cogiendo prestigio con el paso de los años y, si repasas los nombres de los
premiados (tanto en la categoría de Letras como en otras categorías como Artes,
Comunicación y Humanidades, Concordia o Ciencias Sociales, por citar las que
sus premiados son personas más conocidas) forma un universo de personajes que
son responsables de mucho de lo bueno que le ha pasado al mundo en los últimos
cuarenta y cinco años.
Ya que
tenemos, queramos o no, que a mí nadie me ha preguntado, Reyes, Reinas y Princesas, por lo menos que
se dediquen a esto. Mientras tanto no hacen cosas peores. La concesión y
entrega de estos Premios pone en el centro de la escena, durante unos pocos
días, a personas, organizaciones e instituciones de enorme talla y que dan
relumbrón y colorido a las calles de Oviedo y a las pantallas de nuestras
teles. Desde Woody Allen a Murakami, pasando por Mariza Zambrano y Berlanga,
Stephen Hawking, Quino, Serrat, Nelson Mandela y Médicos sin Fronteras. La
lista es bastante impresionante. Hay para todos los gustos y colores, ¡hasta
deportistas!
También
(por supuesto, es la intención) los premios ponen en el centro de la escena a la
familia que, a trancas y barrancas, a tropezones, lleva reinando en España una
chorrilera de años. Empecé este escrito con una digresión banal sobre el
Marketing Eclesiástico, la verdad es que el Marketing Monárquico no se queda
atrás, Al fin y al cabo son las dos instituciones que mejor se han vendido a
través de los siglos.
Pues nada,
que Eduardo Mendoza ocupe un sitio entre tanto insigne nombre es, para el que
escribe, una enorme alegría.
Quizás
juzgaréis el momento de glosar el nombre de Mendoza algo tardío, dado el tiempo
pasado desde el anuncio de la concesión del Premio, los días posteriores de loas,
panegíricos y entrevistas y la rapidez con que se entierran unas noticias a otras.
Es solamente un vano intento de no parecer muchedumbre, de no participar en el
elogio masivo y multitudinario, una fútil intención de no parecer uno más de tantísimos.
Lo dicho, vano intento, al fin y al cabo todos somos masa.
Nos vemos
en los libros.