Quintiliano
El otro día asistí, bueno, es un
decir, porque llegué con la hora pegada al culo y no pude entrar ya que la sala
estaba llena a rebosar, a la presentación, a cargo de su insigne autor, de la
novela triunfadora de la temporada. Tuve que llorar mi desdicha acompañado de
unas cuantas amigas que habían sido tan despistadas y dejadas como yo.
Remoloneamos y murmuramos un rato por la puerta con nuestros libros bajo el
brazo, rumiando la insana envidia hacia los que desde una hora temprana
ocupaban su butaca.
Si alguna
vez habéis organizado algún evento literario sabréis que es habitual ver entrar
por la puerta, a cuentagotas, unas pocas personas con cara casi avergonzada, a
las que el organizador riega de miradas de agradecimiento y de palmadas en la
espalda por dar un poco de razón de ser al susodicho evento. El autor, el recitador, el disertador o
cualquier extraño personaje que se te ha ocurrido podría encajar en este evento
que maldita la hora se te ocurrió organizar, mira alternativamente el reloj y
la puerta viendo que se acerca el momento de empezar y las sillas siguen
vacías.
Al final,
por la intervención de las musas literarias, por lo pesado que te has puesto
con los amigos, o incluso por que existe gente genuinamente interesada, algunas
sillas se ocupan y el evento arranca, se desarrolla y termina, para alivio y
satisfacción de actuantes y público.
El otro día, nadie tembló y nadie
miró con recelo hacia la puerta vacía. El auditorio (una sala de verdad, no
unas sillas plegables sacadas del almacén y encajadas en el mínimo espacio)
estaba a rebosar media hora antes de la fijada para el inicio.
Y no se trataba de un autor venerado,
con veinte novelas publicadas y
centenares de firmas por la piel de toro a sus espaldas. Tampoco se
trataba de un presentador televisivo, o una tonadillera a la que le han escrito
las memorias o uno de esos gurús de las redes sociales, con verborrea vacía y
pelazo pantene. No, se trataba de un autor prácticamente novel, que con su
tercera novela ha alcanzado la gloria y el Olimpo de los pocos y escogidos
escritores que encuentran el difícil camino que lleva a miles de lectores, a
los platós de televisión, a las críticas laudatorias e incluso a la visión de
un prometedor futuro en el que tener una larga carrera de escritor parece
posible.
Hablo de David Uclés. Un joven de
Jaén, de desaliñado aspecto, sólida formación académica y carácter de artista
del renacimiento, ya que aparte de ejercer de profesor de español por esos
mundos de Dios y por supuesto escribir novelas, también pinta y compone e
interpreta música (toca el arpa, ¡Gensanta! ¡Al parecer existe gente que toca
el arpa más allá de Harpo Marx!)
La novela de la temporada, que aún no
he mencionado ya que he andado un poco como Tarzán, por las ramas,
es LA PENINSULA DE LAS CASAS VACIAS.
Y tiene una cualidad o virtud, que
escasea mucho en nuestra literatura: la ambición.
La ambición es un concepto, para este
que escribe, bastante denostado. Me suena demasiado a catecismo ultraliberal y a
chavales con gorra que ante una pantalla de ordenador sueñan con montarse en su
Lamborghini e irse a vivir a Andorra. Pero hay muchas clases de ambición. Y la
ambición artística es una de las mejores.
El solo hecho de concebir la idea de
escribir una novela así, ya merece elogios. Si además consigues terminar de
escribirla y presentarla al público, ya has conquistado una cumbre que muchos
escritores, de fecundas y comerciales carreras, no alcanzarán.
Porque la ambición conlleva peligro.
Peligro, trabajo duro y con mucha probabilidad fracaso.
Y estas tres cosas y alguna más ha afrontado David Uclés.
Es Peninsula de las casas vacías una novela grande. Un novelón de 700 páginas que emula los libracos que en
nuestras estanterías guardan novelas grandes,
de esas que llevaban dentro universos enteros. Con novelas así hemos vivido
bajo la Rusia Zarista, hemos levantado el puño por la revolución francesa,
hemos sentido el hambre en los bajos fondos de la Inglaterra victoriana y hemos
sangrado por las venas abiertas de América Latina. Una de esas novelas que aspiran
a hacernos sentir toda la emoción de una época, un país, una sociedad, una
conquista o una revolución. Hace falta una novela grande para contar la herida profunda, duradera y casi de muerte
que fue aquel episodio de la historia que marca el pasado reciente, el presente
y el futuro de los que habitamos Iberia, nuestra guerra civil.
Y David Uclés se pone a la tarea con
toda la ambición que un afán así necesita. Para ello usa todos los elementos,
resortes, trucos y palancas literarias que ha podido. El primero y más
sorprendente es el realismo mágico. Jándula (el pueblo en que hunde sus raíces
la familia protagonista) ubicado en la Sierra del Segura, es un trasunto
confeso y reconocido de Macondo. El autor se explica
Para retratar bien el trauma de un país hace falta construir previamente
ese país, y el realismo mágico, al ser un estilo que inunda las páginas de
imágenes y que permite que cada breve descripción onírica —más válida que mil
palabras— equivalga a metros de texto, es un registro ideal para dicha tarea
David Uclés.
En tiempos en que hasta la mentira
nos debe parecer real, en que recurrimos a la IA para que cualquier cosa
inventada se vista de realidad, en que una hamburguesa de tofu tiene que
asemejar la realidad deseada y en que hasta la objetiva belleza de nuestros
cuerpos esconde feos rellenos de silicona, utilizar lo mágico, lo descarada y
excesivamente onírico, para transmitir una realidad tan dura, cruel y
sangrienta como la guerra civil, me parece, como mínimo, valiente y transgresor.
No conforme con vestir el país que
llama Iberia de sucesos mágicos, sorprendentes y a veces preñados de una
sugestiva lírica, Uclés introduce casi todo aquella herramienta que un escritor
tiene a su disposición. Digresiones históricas, aparición de algunos de las
personas reales que sufrieron o provocaron aquella horrible guerra, pasando por Antonio Machado, Pablo Picasso, Federico García Lorca, María Zambrano, Miguel Hernández, Pablo Neruda, Queipo de Llano o hasta el
mismo Franco, o incluso el autor se implica de manera tan absoluta en la obra
que habla directamente con sus personajes o recomienda al lector escuchar la
música que él escuchaba cuando escribía esos párrafos.
¿Demasiado? Quizás.
Pero si quieres
escribir una novela total, que
intente plasmar desde muchos ángulos todos los sucesos, emociones, intenciones,
sufrimientos y alegrías de aquella sangrante herida, es necesario acudir a
todo. En este caso, el refranero también acude en mi ayuda: más vale que sobre,
que no que falte.
La novela, con toda
su exuberancia narrativa, consigue involucrar emocionalmente al lector. El
derrumbe de la sociedad española lo sientes en la familia Ardolendo y en el
hundimiento y envilecimiento moral del pequeño pueblo de Jándula.
Y se sufre. Casi
todos los hechos históricos de la Guerra civil los conocemos por documentos
periodísticos o libros y artículos de historiadores. Pero un recorrido por esos
escenarios, esa muerte, ese sufrimiento, novelados en la piel de sus protagonistas,
hace sufrir. Y cómo no sufrir ante la horrenda guerra que montaron aquellos
militarotes incultos y ambiciosos (en este caso, la peor ambición que puede
existir, la que obvia el sufrimiento y los derechos de seres humanos).
En cuanto a la
calidad de la novela, la crítica ha sido casi unánime en su entusiasmo, y el
apoyo de algunos lectores con influencia mediática ha contribuido en mucho a su
rapidísimo éxito. En mí nació el interés cuando oí hablar de ella de una manera
harto elogiosa a Iñaki Gabilondo (cada uno tiene sus gurús de estilo). Los
lectores, ya es otra cosa. He oído y leído opiniones para todos los gustos y en
todas las escalas. Eso, por supuesto, es lo normal e incluso deseable, la variedad
de lectores es, al tiempo que impepinable, necesaria para la variedad en la
literatura y el arte en general.
Nos debe alegrar el hecho de que el libro del año, de vez en cuando, sea una obra con reales ambiciones literarias. Las ambiciones comerciales de las editoriales no suelen casar con las artísticas. Habría que felicitar a la editorial Siruela que en los últimos años ha dado en la diana con dos títulos que consiguieron aunar la calidad y la comercialidad, uno es el que nos ocupa y el anterior fue un ensayo, nada más y nada menos, sobre el universo de los libros, El infinito en un junco, de Irene Vallejo.
Mi recomendación en
este caso, es leer La Península. El
esfuerzo del autor por escribir una obra así (ha tardado 15 años) merece prestarle
nuestra atención durante unos días. Si realmente os apetece, claro, que también
es verdad que hay más libros que botellines y la vida ociosa es corta.
Este libro ya descansa
en mis estanterías. Algunos, al tiempo de leerlos, están en la estantería. Otros, los menos, se quedan allí. Algunos se ganan el derecho a un hueco propio, a enseñar su lomo
entre otros libros favoritos, justo en el estante a la altura de los ojos. Tú sabes dónde está y sabes que seguirá allí, mientras
tú recuerdes pasajes de sus páginas, lo saques para recomendárselo a los amigos
o incluso lo releas alguna vez.
Nos vemos en los libros.



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