martes, 8 de julio de 2025

QUÉ ALEGRÍA CUANDO ME DIJERON

 

     QUÉ ALEGRIA CUANDO ME DIJERON…

    Qué alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor, ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén.

Seguro que la has canturreado al leerlo. Los que por nuestra edad vivimos una educación inmersa en rezos, sotanas o cofias y crucifijos, a más honra de los ganadores de la cruzada, tenemos en la memoria musical una ingente cantidad de canciones, himnos, salmos y coletillas que por mucho que quisiéramos nunca podríamos borrar de nuestra mente (que tampoco hace falta). Incluso, de forma harto ladina, los curas cogían sin ningún pudor músicas de gente como Bob Dylan o Simón y Garfunkel para meterles con calzador rezos y plegarias. Y funcIonaba. El marketing eclesiástico no les ha fallado desde hace veinte siglos



Esta digresión viene a cuento porque la cancioncilla de marras. La de la alegría cuando me dijeron, salta en mi cabeza y sale de mis labios como un resorte automático cada vez que alguna noticia me alegra, cada vez que me cuentan que voy a tener un nuevo sobrino nieto, cada vez que alguien a quien quiero me anuncia cualquier buena nueva.

Pues… qué alegría cuando me dijeron que le han otorgado el Premio Princesa de Asturias de las letras a Eduardo Mendoza.



Cuando uno de los premios de relumbrón cae sobre uno de esos autores de los que han habitado nuestra particular vida, la alegría es genuina y justificada. No sólo por el hecho, bastante liberador, de que no tendremos que fingir en nuestras conversaciones literarias que conocemos a ese escritor Kazajo que se ha llevado el Nobel, del que jamás habíamos ni sospechado su existencia y sobre el que solo podemos repetir los titulares de la sección de cultura de los periódicos “un referente del puente cultural entre Oriente y Occidente y bla, bla, bla…”. No sólo porque no tendremos que correr a nuestra librería favorita para poder fardar de tener en nuestra estantería algún título de ese poeta uruguayo de nombre extrañísimo al que le han dado el último Premio Cervantes.

También y sobre todo, nos alegramos porque existe eso que podríamos llamar  cariño literario.

Todos tenemos una reducida lista de autores a los que terminamos entregándoles nuestro corazoncito de lectores, por muchos y variados motivos, cada uno por los suyos propios.

Tenemos autores favoritos a los que leemos y releemos, a los que estudiamos de niños y de los que conocemos todos sus títulos. Hasta hemos leído algunos ensayos sobre su literatura. Dickens, Victor Hugo o Galdós son los primeros que yo podría nombrar.

Pero existe otra categoría que, aunque no tenga tanto nivel de calidad, goza de nuestro (por lo menos del mío) cariño literario. Son nuestros escritores favoritos contemporáneos. Los que se han hecho escritores al mismo ritmo y en el mismo mundo que nosotros nos hemos hecho lectores.

Nuestras carreras, las de los creadores y las de sus lectores, han ido de la mano desde siempre, se conocen y se tratan como si fueran familia, han compartido alegrías y sinsabores desde sus inicios, los lectores hemos esperado ávidos la inminente salida del siguiente libro así como los escritores han esperado (también ávidos, aunque lo nieguen) la llegada de los lectores a las librerías y de sus ojos a sus novelas, ensayos o poesías escritos en soledad. Se deben la existencia los unos a los otros. Al fin y al cabo, ¿Qué me debe a mí la obra de Shakespeare? ¿En qué ha influido mi vida en la vida y las obras de Dickens? En cambio la vida literaria y las novelas de Eduardo Mendoza están ahí y son así tanto por sus fieles lectores como por la sociedad que formamos entre todos, que él disecciona y parodia con su humor.

Eduardo Mendoza, por su parte, nos da felicidad.

Así ha definido él, en las numerosísimas entrevistas que han seguido al anuncio de la concesión de tamaño premio, su intención y afán al dedicarse al noble y sacrificado oficio de escritor.

La literatura (la buena y a veces también la mala) siempre da felicidad al lector. Felicidad entendida en un amplio sentido. Felicidad como un gusto instantáneo que nos hace sonreír  al terminar un párrafo, o la felicidad que nos provoca mover y agilizar nuestra mente juntando letras, palabras, frases, párrafos e ideas, y que nos recuerda que en nuestra cabeza habitan todos los mundos, posibles e imposibles. O la felicidad, más enraizada y profunda, que nos ayuda a construirnos como personas, libro a libro y lectura a lectura, a base de conocimientos, sensaciones y emociones.

A Mendoza le debo yo mucha felicidad.  No recuerdo ni cuándo fue ni cual fue el primer libro que leí de él. Lo que sí sé (ahora lo sé, porque lo acabo de mirar en la edición que tengo) es que su primera novela es del año 1975. La verdad sobre el caso Savolta fue un éxito inmediato cosechando desde su salida premios y lectores. No fardaré tanto, yo tenía entonces 9 años y aún andaba con Mortadelos, Astérix y Tintines. Mi ejemplar, que aún atesoro, es de la décima edición que salió en el año 89. Conserva una amarillenta pegatina de la librería Biblos (me pillaba muy cerca de casa). Por cierto, de tanta alegría cuando me dijeron…, saqué este libro de la estantería y, admitiendo que no me acordaba de casi nada, me lo he vuelto a zampar para regocijo de mi espíritu lector.

Después de La Verdad sobre el Caso  Savolta, Mendoza publica sus dos primeras novelas del detective sin nombre. Con El misterio de la cripta embrujada y El laberinto de las aceitunas, descubrimos que la literatura podía ser divertida, de una manera brutal y como declaración de intenciones. Para los que veníamos de la adolescencia y nos jactábamos de leer libros transcendentes que nos revelaban con crudeza y desánimo la realidad humana, que cuestionaban con tediosa intensidad nuestra existencia y así alimentaban nuestros vanos sueños de adultez intelectual,  estos dos libros y más tarde el serial publicado en El Pais Sin noticias de Gurb fueron una descojonante liberación.



Después Mendoza ya nos tenía. Desde entonces, y hablo de casi toda nuestra vida, sus lectores le hemos seguido la huella libro a libro, entrevista a entrevista, permio a premio (en el año 2016 recibió nada menos que el Premio Cervantes). Algún título se nos habrá escapado, pero la gran mayoría de sus novelas están en nuestras estanterías.

Tiene también obras de esas que los críticos llaman mayores, como La ciudad de los Prodigios o La isla inaudita y toda una serie de novelas cortas, de una variedad de estilos y géneros con la que consigue nunca aburrir al lector (el undécimo mandamiento). Entre estas últimas brillan con relumbrón en mi memoria lectora dos títulos El asombroso viaje de Pomponio Flato, una divertida digresión entre novela de detectives y cuento bíblico, y El año del diluvio.

No sé si os pasará a vosotros, pero sin tener un motivo claro, algunas obras literarias se instalan en nuestro emocionario particular en un puesto preeminente. Quizás por calidad literaria no se lo merezcan, pero ahí están. Una buena afición lectora debe contar siempre con que somos seres caprichosos y de gustos particulares en su propia mismidad.

Tengo especial debilidad por El año del diluvio. Una novela corta que casi nadie nombra al citar obras de Eduardo Mendoza.  Es la sencilla historia de la relación entre una monja y un terrateniente en la Cataluña rural de los años cincuenta, contada en un tono amable y cercano y con unos personajes que Mendoza trata con esmerado cariño, todo ello bajo unas lluvias torrenciales.

El año del diluvio será hoy mi recomendación. O cualquiera de las obras de Mendoza anteriormente citadas si no has probado aún su literatura. Aún sabiendo y asumiendo que a las recomendaciones las carga el diablo y que los gustos de cada uno, en su propia mismidad como queda dicho, normalmente no tienden a ser los generales. Aún así, nos gusta que lo que nos ha hecho disfrutar a nosotros, lo haga con aquellas mentes y sensibilidades de la gente a quien queremos. Tanto es así que de tanto insistir y dejarla a los amigos, algunos de los cuales son de esa especie animal que no devuelve los libros (no os preocupéis, os quiero igual), a lo largo de mi vida he tenido que volver a comprar ejemplares de esta novela cuatro o cinco veces.  



Una curiosidad es su título Riña de gatos. Fue novela ganadora del Premio Planeta, y es quizás su novela de menos calidad literaria. Cuando, con bastante frecuencia, el Premio Planeta cae sobre la primera novela de un presentador televisivo o alguien famoso por cualquier otra causa, es esperable que la calidad de la novela sea lo último que preocupa a los señores que señalan al premiado, pero resulta que cuando El Planeta distingue a un autor de los de prestigio, de carrera consolidada, la novela ganadora es, de manera indefectible, la peor que ese insigne autor ha escrito.

Sobre los premios literarios en España (y supongo que en los demás países, que en todos lados cuecen habas) se podrían verter ríos de tinta.

Los Princesa de Asturias es un nombre al que nos tendremos que acostumbrar después de tantos años de masculinidad del heredero a la corona de España, dando gracias a que las igualdades, en este caso por azar de nacimientos, den paso a una princesa. Para ser honestos, nuestra actual familia Real desde siempre ha practicado a su manera eso de la igualdad de género: Las Borbonas y los Borbones, igual de golfos y ladrones.

Los Premios Princesa de Asturias, que se entregan desde el año ochenta y uno, han ido cogiendo prestigio con el paso de los años y, si repasas los nombres de los premiados (tanto en la categoría de Letras como en otras categorías como Artes, Comunicación y Humanidades, Concordia o Ciencias Sociales, por citar las que sus premiados son personas más conocidas) forma un universo de personajes que son responsables de mucho de lo bueno que le ha pasado al mundo en los últimos cuarenta y cinco años.

Ya que tenemos, queramos o no, que a mí nadie me ha preguntado,  Reyes, Reinas y Princesas, por lo menos que se dediquen a esto. Mientras tanto no hacen cosas peores. La concesión y entrega de estos Premios pone en el centro de la escena, durante unos pocos días, a personas, organizaciones e instituciones de enorme talla y que dan relumbrón y colorido a las calles de Oviedo y a las pantallas de nuestras teles. Desde Woody Allen a Murakami, pasando por Mariza Zambrano y Berlanga, Stephen Hawking, Quino, Serrat, Nelson Mandela y Médicos sin Fronteras. La lista es bastante impresionante. Hay para todos los gustos y colores, ¡hasta deportistas!

También (por supuesto, es la intención) los premios ponen en el centro de la escena a la familia que, a trancas y barrancas, a tropezones, lleva reinando en España una chorrilera de años. Empecé este escrito con una digresión banal sobre el Marketing Eclesiástico, la verdad es que el Marketing Monárquico no se queda atrás, Al fin y al cabo son las dos instituciones que mejor se han vendido a través de los siglos.

Pues nada, que Eduardo Mendoza ocupe un sitio entre tanto insigne nombre es, para el que escribe, una enorme alegría.

Quizás juzgaréis el momento de glosar el nombre de Mendoza algo tardío, dado el tiempo pasado desde el anuncio de la concesión del Premio, los días posteriores de loas, panegíricos y entrevistas y la rapidez con que se entierran unas noticias a otras. Es solamente un vano intento de no parecer muchedumbre, de no participar en el elogio masivo y multitudinario, una fútil intención de no parecer uno más de tantísimos. Lo dicho, vano intento, al fin y al cabo todos somos masa.



Nos vemos en los libros.

miércoles, 7 de mayo de 2025

MIL AÑOS DE SOLEDAD

 

Hola a todos,

Lo primero, mis disculpas por el largo tiempo pasado desde la última entrada de este blog. Los avatares de la vida me han llevado por otros caminos durante unos meses. Aunque, supongo, las disculpas casi sobran. Al fin y al cabo igual que ninguno de vosotros, queridos lectores, va a morir o sufrir graves padecimientos por leer estas reflexiones, tampoco ninguno de vosotros habéis muerto ni moriréis ni habéis padecido ni padeceréis, por no leerlas.

Retomo con gusto y ganas estas charlas alrededor de la mesa camilla.

Acabo de terminar de ver, en una de esas plataformas modernas que controlan casi todo el audiovisual actual, la adaptación a la pantalla de, nada más y nada menos, CIEN AÑOS DE SOLEDAD.



Una de esas novelas tan grandes que desde siempre han hecho suspirar a directores, guionistas y productores ambiciosos por hacerlas suyas, por llevarlas al arte en que ellos se expresan y que ellos dominan.

Le tengo leído en alguna parte a García Márquez que su rotunda negativa a ceder los derechos de Cien años de soledad para el cine, que mantuvo mientras vivió (seguro que rechazando cheques de cantidades que ni tú ni yo veremos) se debía a que estimaba, por un lado, que el tiempo de duración de una película, aunque se marcaran un Ben-Hur, nunca sería capaz de contener el universo entero por el que discurría el nacimiento y devenir de Macondo, y por otro lado, que los únicos capaces de levantar películas de ese peso eran los estudios de Hollywood, y García Márquez no podía ni imaginarse a Charlton Heston o a Paul Newman paseando sus cuerpos blancos y perfectos por las calles de Macondo.  La historia del nacimiento, devenir y ocaso del mundo que nos cuenta el autor desde el pequeño Macondo, está contada en español y desde el corazón del Caribe. Está construida con la luz, los colores, los sonidos, los vientos y las caras y cuerpos caribeños.  En esa cultura (y en casi todas las otras) no existía entonces una industria cinematográfica capaz de acometer un empresa como esa.

El cambio en esa industria cinematográfica que han traídos las grandes plataformas de contenidos, en las que se concentran todas las inversiones y trabajos, desde la compra de derechos a la producción, distribución y exhibición, unido al crecimiento de las industrias audiovisuales de algunos países de Sudamérica, como Colombia, han permitido que esta adaptación viera la luz. Netflix pone el dinero (bastante, por cierto), pero la producción es del país y de la cultura que engendró a Macondo.

Dejando a un lado la discusión de si es lícito hacer uso de la obra de un autor que siempre dejó clara su negativa ello, esta adaptación se hace con el permiso e incluso el concurso de sus herederos. En mi opinión, el tiempo lo cambia todo y un cinéfilo reconocido como era García Márquez, que ejerció como crítico literario y escribió guiones de cine, no se hubiera negado a las condiciones y formas de esta adaptación.

Las dos pegas del escritor, reseñadas en uno de los párrafos de arriba, están solucionadas. Las dos temporadas de ocho capítulos, previstas para la serie, pueden dotar a la historia del mismo ritmo pausado con el que discurría el río que fluía al lado de Macondo

Luego de caminar veintiséis meses por la impenetrable sierra, José Arcadio Buendía desistió de su idea de buscar la salida al mar. Fundó Macondo solamente para no tener que emprender el camino de regreso. De esta forma, Macondo nació a orillas de un río de aguas diáfanas.



En cuanto a la segunda pega de García Márquez, ya no corren los tiempos en que Hollywood nos colaba a todos que un príncipe judío, un  profeta con barba larga y vara de mando, un astronauta huyendo de simios, el mismísimo Cid Campeador y el Coronel Aureliano Buendía podían lucir la misma presencia y compostura, la de un señor del medio Oeste americano miembro honorífico de la Asociación del rifle.

            Sobre la serie en sí, ha habido opiniones para todos los gustos. Algunas, minoritarias, ofendidas hasta el sofoco por lo que para ellos es una osadía imperdonable, un  sacrilegio literario, un obsceno baile sobre la tumba del insigne autor (estos opinadores suelen tirar mucho de adjetivo rimbombante). Para algunos, el mero hecho de acercarse a tamaña obra es pecado mortal contra el undécimo “no te atreverás contra la ortodoxia clásica”. Soy de otra opinión. Cada vez que un lector termina una historia, la hace suya. Le pertenece. El autor se la ha regalado. Gracias a ello todos tenemos nuestros propios Macondos. Un libro como Cien años de soledad nos pertenece a todos, forma parte de ese universo cultural que, como una invisible tela, se extiende y enlaza a los seres humanos. Un pianista de Zamora, un pediatra noruego y yo, tenemos poco en común, pero si los tres hemos leído Cien años de soledad, algunas cosas más que antes nos unen e igualan. García Márquez enlaza, a ratos y de lejos, nuestras mentes.







Tratándose de una novela tan leída en todo el mundo, con tanto poso y trascendencia en la memoria sentimental lectora de millones de personas, es inevitable que juguemos con ella, que la doblemos y estiremos, que la pongamos bajo diferentes focos y que la tengamos presente en nuestras oraciones. La familia Buendía es para millones de personas lo mismo que Don Quijote y Sancho Panza, Romeo y Julieta, las pinturas de Goya y las canciones de los Beattles. Nos pertenecen.

Y al igual que a mí me hace feliz cantar a voz en grito Let it be debajo del chorro de la ducha, un grupo de personas deciden que quieren poner sobre la pantalla su propia visión de Cien años de Soledad. Adelante y suerte. Me alegré cuando ya hace un tiempo leí que empezaban el proyecto y esperé con ganas hasta tener noticias de su estreno

El control de los herederos sobre la obra de un autor, aunque comprensible en lo que a legalidad y remuneración pecuniaria se refiere, ha dado muchos, variados  y sonados casos que en que se termina difuminando, arruinando o haciendo pequeña la creación original. Por exceso o por defecto. Hay un personaje que lo ha sufrido en su propias carnes (si las tuviera, porque es de tinta y papel), Tintín. La negativa férrea de sus herederos a permitir el uso de la imagen del personaje, mantenida a base de demandas y querellas en tribunales de todo el mundo, nos privó desde hace cuarenta años de disfrutar de mil maneras posibles con la creación de Hergé. Ni camisetas con su imagen, ni películas (con la honrosa excepción del que todo lo consigue, supongo que a base de pasta, Spielberg), ni teatro infantil, ni canciones, ni obra gráfica, ni musicales, ni apariciones en otros cómics o novelas gráficas. Ni una adaptación. Ni una modernización. Ni una transgresión.  Tanto control sobre el personaje y tanta negativa seguida de amenaza de demanda, ha provocado que la figura de Tintín, tan querida y tan omnipresente en la generación del que escribe, prácticamente esté desapareciendo del imaginario popular de toda Europa.

Así que bienvenidas las adaptaciones, las invenciones y los atrevimientos alrededor de nuestros clásicos. Las buenas y las malas, que de todo tiene que haber en la viña del Señor. Y sin unas no existen las otras. Y así sea por siempre. Mil años de soledad.

En cuanto a la calidad de la serie, cada uno que opine después de verla. No me siento yo delante del teclado para pontificar sobre la calidad artística. Ni soy quien, ni sé más que nadie. Os diré que me ha gustado verla, he disfrutado bastante.  No es la mejor serie que he visto, pero sí puedo jurar sin condenarme que he vistos doscientas peores. La crítica internacional ha recibido su estreno con buenas reseñas en general (obviemos la influencia que las grandes plataformas tienen en el sector) con una excepción notable de un conocido (y bueno, según mis gustos) escritor español que en una columna de un prestigioso periódico definía la serie con una frase tan preciosista en la forma, como cruel en su simplificación: un anuncio de café interminable. Sergio del Molino en El País.      

De la serie se pueden disfrutar muchas cosas más si miramos un poco a los lados y fuera de los márgenes del significado literario de la obra original. Mi recomendación es verla. Con una salvedad. Si no has leído el libro, por nada del mundo intentes suplantar su lectura por la visión de la serie. Si tienes interés en lo que García Márquez nos legó para la historia de la literatura, te toca coger el libro y empezar con uno de los inicios más conocidos en todo el mundo de la creación,

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.

Y ya entonces, a ver la serie.

Y dejamos para otra ocasión hablar de manera más profunda de las relaciones entre literatura y cine. Ya sabéis, utilizo esa coletilla tan socorrida tanto en literatura como en cine, esa es otra historia.

Para terminar, constato la presencia, la vigencia y la influencia que Cien años de soledad, sigue teniendo hoy en día. Una de mis últimas lecturas es una novela que desde su lanzamiento en España se ha convertido en un éxito (tanto en críticas como en lectores) “La península de las casas Vacías”  de David Uclés, editada en la colección Nuevos tiempos de Siruela. Una amplia y detallada historia de nuestra guerra civil contada desde la cercanía de una familia de olivareros de un imaginario pueblo de la Sierra del Segura de nombre tan redondo como sonoro, “Jándula”. La novela es un declarado y admirado trasunto de la familia Buendía y su Macondo, que profundiza, hasta mancharse de barro ensangrentado, en el hundimiento de España en la violencia. Uclés usa sin freno ese recurso expresivo, y que deja sueltas las riendas de la imaginación, de ese extraño experimento literario que fue el Realismo Mágico que, allá por los años sesenta y setenta, crearon escritores sudamericanos para enseñarnos que siempre habrá nuevas y diferentes formas de contarnos el mundo.

La península de las casas vacías es una novela muy interesante y recomendable. De las que te dejan dándole vueltas en tu cabecita muchos días. Quizás la próxima vez que me siente delante del teclado, el cuerpo me pida escribir sobre ella.

Hasta entonces, nos vemos en los libros.

 

 

 

 

miércoles, 28 de febrero de 2024

Género sí... pero fluido, por favor.

 

                                         Citas (falsas, por supuesto)

                                              Be water, my friend.

                                                    Bruce Willis Springsteen Lee.

                                                                      

    El género fluido ha llegado para quedarse. Las sociedades cambian y avanzan, a trompicones pero sin remisión. Y los conceptos que hasta ahora teníamos del sexo y del género son de los que más han mutado sus esquemas en los últimos tiempos. Han fluido.

    Pero no voy a hablar de sexo, que ya os veo frotándoos las manos o cualquier otra cosa, voy a hablar de género.

    Quisiera hablar de género fluido. Porque nosotros creemos que hemos descubierto la Luna, pero eso, genero fluido, es lo que hizo Cervantes al escribir el Quijote. Cogió el género de caballería y lo hizo fluir.

    De ese género quiero hablar. Del género literario. No en su concepto académico  (narrativo, lírico, dramático y alguno más que no recuerdo) que ya nadie utiliza fuera de las aulas. De la literatura de género.

    A primera vista parece un tema menor, pero la realidad es que tiene gran importancia en el mundo del libro, en lo que se escribe, en lo que se publica, en lo que se vende, y por lo tanto, en lo que leemos.

    Hace un tiempo se consideraba la literatura de género como un arte menor ante lo que se da en llamar narrativa seria. Al género incluso algunos no lo consideraban Literatura, por lo menos con el derecho a escribirla con mayúsculas y en cursiva. Y me jugaré gustoso vuestros dedos meñiques a que en estos días todavía hay lectores que así lo siguen considerando. Entre la intelectualidad dura, esa que mira por encima del hombro (haberla, hayla), la novela debería tratar siempre de un personaje atormentado que indaga en la vacuidad de su existencia, y al que le chorrea por las orejas su monologo interior.

    Pero basta con enumerar

    De Misterio, de Terror, negra, Histórica, Policiaca, de espías, de amor, de intriga, de aventuras, de ciencia ficción, de fantasía, de humor.

    Sólo con leer la lista, las papilas gustativas (de los gustos literarios, claro) empiezan a salivar. Todos tenemos en nuestro corazón lector un puñado de títulos de cada uno de estos géneros. Y cada uno de estos géneros cuenta con muchísimas obras que son de una calidad insuperable.

    El que os escribe recuerda aún las sensaciones que tuvo al visitar por primera vez el mundo antiguo, cuando leía Sinuhe el Egipcio, de Mika Waltari. O el sabor de imaginarte intrépido aventurero recorriendo el mundo cuando descubrí a Julio Verne. O lo que aprendí de política internacional y profundidad del alma humana leyendo a John Le Carré  y a Graham Greene, cuando me dio por las de espías.

    Si repasáis vuestros recuerdos lectores, encontráis vuestros propios ejemplos.

    Literatura de género, sí, por favor.

    La literatura de género es, sin ninguna duda, el motor de la industria editorial. Sin ella, muchos autores que la desprecian no tendrían editoriales donde publicar sus títulos, ni librerías donde venderlos. E incluso tendrían menos lectores que cogían sus libros de las estanterías. Es más, en los últimos años muchos de estos autores se pasan a los géneros de moda, para ampliar y fidelizar lectores

    Porque la literatura de género crea hábito lector. Sus lectores son ávidos, voraces, fieles y exigentes. Y se cuentan por millones. Y un género les lleva a otro, y un autor a otro, y un título a otro. Y así se hacen lectores de por vida.  

    Pero a los géneros también se le pueden sacar los colores. El primer mal que es que dependen demasiado de las modas. Las editoriales se frotan las manos, pero que un género se ponga de moda trae enseguida un aluvión de títulos y novedades, en el que siempre se cuelan una gran cantidad de títulos de esos de los que nos podíamos haber ahorrado. Para esos aluviones de títulos no hay nada que hacer (es el mercado, amigos). Paciencia y capacidad de elección.

    El otro mal, el que esgrimen los detractores del género, es su rigidez. Su previsibilidad. Que siempre responde a unos esquemas prefijados. Y ahí, mira, tengo que darles la razón. Cada género tiene sus reglas que hay que cumplir a rajatabla (los lectores se lo exigimos). Sus ingredientes y sus cánones. Sus sorprendentes giros de trama alrededor de la página 120 o su muerto en las primeras 5 páginas. Y es verdad, el género constriñe, como dice un amigo mío.

    Ante eso, le pido a los autores, dejadlo fluir.

    Un erudito italiano tuvo la brillante idea de combinar novela histórica con ensayo religioso y con las novelas de detectives de Sherlock Holmes y parió El Nombre de la rosa. Y un señor de Barcelona, de nombre Eduardo Mendoza, mezcló la novela de detectives con el humor absurdo y barriobajero y nos regaló la serie de su detective sin nombre que empieza con El misterio de la cripta embrujada.

    Escribid vuestras novelas de género, pero por favor, manejadlo, estiradlo, dobladlo, mezcladlo (como haría James Bond), agitadlo (como nunca haría James Bond), quebradlo, parodiadlo y todos los “adlos” que se os ocurran. Saldrán seguro estupendas novelas.

    Eso para los autores.

    Para los lectores

    Hinchémonos a leer nuestros géneros favoritos, pero no pongamos puertas lectoras al campo. Demos una oportunidad a aquellos autores que lo llevan un poco más allá, que arriesgan, que buscan innovar y hacer que su género crezca, avance y cambie. Que intentan hacer que la literatura sea ese arte vivo, con capacidad de sorprendernos.

    Género si… pero fluido, por favor.

    Y como estamos hablando de géneros literarios, no quiero pasar la oportunidad de citar a unos pocos autores que consiguieron alcanzar el cielo de los géneros, llegaron a coronar un Everest de la literatura, llegaron al tope de los “adlos” antes sugeridos: Inventaron un género propio. Lo hizo Julio Verne, con su serie de aventuras científicas. Más tarde también lo consiguió Agatha Christie enfrentando a sus detectives a crímenes imposibles. También lo logró Truman Capote, al escribir su novela de No ficción A sangre fría, e incluso lo hizo Patricia Highsmith al diseccionar la profundidad sicológica de sus personajes creando la Intriga sicológica. Honor y lecturas para ellos.

    Para terminar, me gustaría sugerir algunos títulos. Hoy serán varios de varios géneros.

    A Sangre fría de Truman Capote. Si no la habéis leído, ya estáis tardando. La historia real de un crimen despiadado y banal, tratado desde la vertiente de criminales y victimas. Una novela tan importante que su proceso de escritura se ha llevado al cine (Capote), valiéndole un Oscar a Philip Seymour Hoffman por su interpretación del autor.

    El hechizo de Elsie. Una de las menos conocidas novelas de Patricia Highsmith. Intriga y suspense sicológico en su más pura esencia. Engancha desde la primera página sin trucos ni artificios.

    Del género policiaco, me gustaría sugerir la saga de la inspectora Petra Delicado, escrita por Alicia Giménez Bartlett. Quienes me conocen saben que no dudo en recomendar a Petra, sus novelas son una delicia policiaca, con excelentes personajes y tocadas por la varita complicadísima del humor. Acaba de publicar la última entrega (La mujer fugitiva) pero recomiendo, como en cualquier saga, empezar por el primer título Ritos de muerte.

    Y para terminar, una novela corta donde se mezclan géneros sin ningún recato. El asombroso viaje de Pomponio Flato. Novela histórica, hagiográfica, con mucho humor y  una investigación detestivesca muy original. Gamberra y divertidísima.

    Me despido por hoy. Espero vuestros saludos y comentarios. Sería estupendo que nos contarais a los demás lectores aquella o aquellas novelas de vuestros géneros favoritos, que no son tan conocidas y que seguro os gustaría compartir.

Nos vemos en los libros.

domingo, 18 de febrero de 2024

Me gustaría presentarme.

                                                                                     

                                                                             Citas (falsas, por supuesto)

Todo es relativo… menos lo que me gusta, lo que me pone y lo que me sale de los mismísimos.

Albert Einstein.

 

¡Horror! ¡Pavor! Otro blog de libros.

Ea, pues sí. Es lo que tiene la democratización y el acceso de cualquiera a los medios de comunicación globales. Y eso es más que bueno. La posibilidad de que cada uno exprese lo que quiera, desde lo más sublime a lo más rastrero, y lo envíe al proceloso mundo digital, con la posibilidad de que le interese a alguien y de que, incluso, lo lea hasta el final, es tener a mano de un teclado el superpoder que nunca imaginábamos cuando de  chavales nos preguntabamos unos a otros por nuestro superpoder más deseado (el mío era la invisibilidad, por supuesto para colarme en el colegio de las chicas). Voy a aprovechar esta autopista abierta al mundo.

Mis disculpas. Lo primero, saludar. Hola, lectores. Y después, presentarse. Aquí un blog, aquí unos lectores.

¿Un blog de qué?

¿De literatura? Me parece una palabra demasiado seria para lo que pretendo hacer, lo que me gusta y lo que voy a escribir. Además no soy ni mucho menos un experto en literatura. La técnica, los géneros, la métrica, las vidas de los autores, me importan bien poco. Todo eso lo aprendí en el Instituto y lo olvidé casi todo con el tiempo. Y desde entonces vengo disfrutando  de la lectura sin tener que hacer mucho uso de ello.

¿De libros? Nos vamos acercando.  Los he leído, los he escrito, los he corregido, los atesoro con cariño e incluso los he vendido (no todos los que quisiera, que está el mercado muy malito).

Pero muchas de las historias que nos gustan no están en los libros. A veces las ves representadas por actores en un escenario; o las oyes cantadas acompañadas de una guitarra; o saliendo de una pantalla de un cine; incluso bailadas por una compañía de danza. Existen mil maneras de contar y de disfrutar de las historias contadas. Esas mil y pico maneras tienen cabida en este lugar.

¿Un blog de lectura? Pues sí. Porque habrá que centrarse en algo, que el que mucho abarca poco aprieta. 

Hablaremos de lectura, de literatura, de libros, de géneros, de autores. Pero también podremos hablar de todo aquello que se le relaciona. Con la relación que en cada momento se nos ocurra, que la mente de cada uno procesa como quiere sus lecturas, a su modo y manera, tan sorprendente y milagroso a veces. Esa diversidad y ese particular roce de emoción o pensamiento que la lectura provoca en cada lector, es lo que me gustaría ver reflejado.

Este blog nace con la intención de esa mesa con las migas de la comida, con tazas de café ya frio, en la que surge una conversación sobre libros, donde cada uno quiere compartir su goce, su crecimiento o su decepción con esta o aquella lectura. Está en la naturaleza humana compartir y hacer partícipes a los que queremos de nuestros pequeños e íntimos descubrimientos vitales. Y entre ellos están los que nos produce la lectura.

Os propongo un rato, relajado y disfrutón, alrededor de la mesa hablando de libros. Y si se alarga la conversación, hacemos más café, y si Luis saca esa botella de orujo que ha traído del pueblo, más profundos nos ponemos.

Estáis invitados a esa mesa.

Pondremos encima del mantel todo tipo de historias. Entre mis defectos no se encuentra el sectarismo lector. Podremos hablar de libros buenos, libros malos o libros regulares. Esas tres categorías sí que engloban el total de la producción literaria (con el añadido de la subcategoría de libros ni fu ni fa).

Porque lo que gusta a uno no tiene porque gustar a otro. Porque lo que nos gusta hoy a lo mejor no nos gusta mañana. Porque lo que nos gusta cuando estamos tristes no nos gusta cuando estamos alegres. Porque lo que nos gusta recién desayunados no nos gusta en la oscuridad de la noche. Porque a veces nos gusta descubrir las profundidades del alma humana y a veces nos gusta entretenernos con la peripecias de una aventura.

Porque el arte nace de la más pura subjetividad. Y el hecho lector, como arte que practicamos cada vez que abrimos un libro, está  maravillosamente mediatizado por nuestra particular visión. En la literatura, como en la vida, todo es relativo.

Y porque todo es relativo, no pretendo, con estos escritos, enseñar nada a nadie, pontificar o repartir etiquetas literarias. Sólo dar mi punto de vista, por definición subjetivo y a veces (si me sigues lo verás) un tanto peculiar, de todo aquello que me provoca la lectura.

También me atreveré a citar algunos títulos como sugerencias. Como bien saben los que se han dedicado al mundo del libro, la palabra “recomendación” es siempre arriesgada. Los libreros, al contrario que los dentistas (que nueve de cada diez saben precisamente lo que nos conviene), lanzan una moneda al aire cada vez que recomiendan. Intentaré “sugerir” títulos que sean originales en algún aspecto. Para esto espero también vuestra colaboración.

Os espero alrededor de la mesa. Agradeceré con cariño y la amabilidad que me ha de caracterizar vuestros comentarios, vuestras sugerencias, reclamaciones y demás. O tan solo un saludo, que para eso sólo es necesario un poco de voluntad y la gracia y donaire que seguro portáis.

Lector, si estás ahí... manifiéstate.

Y yo prometo, solemnemente, tratar de no incumplir el undécimo mandamiento: No aburrirás.

Pablo F. Graciani.


QUÉ ALEGRÍA CUANDO ME DIJERON

         QUÉ ALEGRIA CUANDO ME DIJERON…      Qué alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor, ya están pisando nuestros pies tus ...