martes, 11 de noviembre de 2025

IBERIA SANGRA

 

                "La ambición es un vicio, pero puede ser madre de la virtud." -

                 Quintiliano 

                                       


 

             El otro día asistí, bueno, es un decir, porque llegué con la hora pegada al culo y no pude entrar ya que la sala estaba llena a rebosar, a la presentación, a cargo de su insigne autor, de la novela triunfadora de la temporada. Tuve que llorar mi desdicha acompañado de unas cuantas amigas que habían sido tan despistadas y dejadas como yo. Remoloneamos y murmuramos un rato por la puerta con nuestros libros bajo el brazo, rumiando la insana envidia hacia los que desde una hora temprana ocupaban su butaca.

        Si alguna vez habéis organizado algún evento literario sabréis que es habitual ver entrar por la puerta, a cuentagotas, unas pocas personas con cara casi avergonzada, a las que el organizador riega de miradas de agradecimiento y de palmadas en la espalda por dar un poco de razón de ser al susodicho evento.  El autor, el recitador, el disertador o cualquier extraño personaje que se te ha ocurrido podría encajar en este evento que maldita la hora se te ocurrió organizar, mira alternativamente el reloj y la puerta viendo que se acerca el momento de empezar y las sillas siguen vacías.

          Al final, por la intervención de las musas literarias, por lo pesado que te has puesto con los amigos, o incluso por que existe gente genuinamente interesada, algunas sillas se ocupan y el evento arranca, se desarrolla y termina, para alivio y satisfacción de actuantes y público.

El otro día, nadie tembló y nadie miró con recelo hacia la puerta vacía. El auditorio (una sala de verdad, no unas sillas plegables sacadas del almacén y encajadas en el mínimo espacio) estaba a rebosar media hora antes de la fijada para el inicio.

Y no se trataba de un autor venerado, con veinte novelas publicadas y  centenares de firmas por la piel de toro a sus espaldas. Tampoco se trataba de un presentador televisivo, o una tonadillera a la que le han escrito las memorias o uno de esos gurús de las redes sociales, con verborrea vacía y pelazo pantene. No, se trataba de un autor prácticamente novel, que con su tercera novela ha alcanzado la gloria y el Olimpo de los pocos y escogidos escritores que encuentran el difícil camino que lleva a miles de lectores, a los platós de televisión, a las críticas laudatorias e incluso a la visión de un prometedor futuro en el que tener una larga carrera de escritor parece posible.

Hablo de David Uclés. Un joven de Jaén, de desaliñado aspecto, sólida formación académica y carácter de artista del renacimiento, ya que aparte de ejercer de profesor de español por esos mundos de Dios y por supuesto escribir novelas, también pinta y compone e interpreta música (toca el arpa, ¡Gensanta! ¡Al parecer existe gente que toca el arpa más allá de Harpo Marx!)

La novela de la temporada, que aún no he mencionado ya que he andado un poco como Tarzán, por las ramas,

 



 

es LA PENINSULA DE LAS CASAS VACIAS.

Y tiene una cualidad o virtud, que escasea mucho en nuestra literatura: la ambición.

La ambición es un concepto, para este que escribe, bastante denostado. Me suena demasiado a catecismo ultraliberal y a chavales con gorra que ante una pantalla de ordenador sueñan con montarse en su Lamborghini e irse a vivir a Andorra. Pero hay muchas clases de ambición. Y la ambición artística es una de las mejores.

El solo hecho de concebir la idea de escribir una novela así, ya merece elogios. Si además consigues terminar de escribirla y presentarla al público, ya has conquistado una cumbre que muchos escritores, de fecundas y comerciales carreras, no alcanzarán.

Porque la ambición conlleva peligro. Peligro, trabajo duro y con mucha probabilidad fracaso.

Y estas tres cosas y alguna más ha afrontado David Uclés.

Es Peninsula de las casas vacías una novela grande. Un novelón de 700 páginas que emula los libracos que en nuestras estanterías guardan novelas grandes, de esas que llevaban dentro universos enteros. Con novelas así hemos vivido bajo la Rusia Zarista, hemos levantado el puño por la revolución francesa, hemos sentido el hambre en los bajos fondos de la Inglaterra victoriana y hemos sangrado por las venas abiertas de América Latina. Una de esas novelas que aspiran a hacernos sentir toda la emoción de una época, un país, una sociedad, una conquista o una revolución. Hace falta una novela grande para contar la herida profunda, duradera y casi de muerte que fue aquel episodio de la historia que marca el pasado reciente, el presente y el futuro de los que habitamos Iberia, nuestra guerra civil.

Y David Uclés se pone a la tarea con toda la ambición que un afán así necesita. Para ello usa todos los elementos, resortes, trucos y palancas literarias que ha podido. El primero y más sorprendente es el realismo mágico. Jándula (el pueblo en que hunde sus raíces la familia protagonista) ubicado en la Sierra del Segura, es un trasunto confeso y reconocido de Macondo. El autor se explica

 

Para retratar bien el trauma de un país hace falta construir previamente ese país, y el realismo mágico, al ser un estilo que inunda las páginas de imágenes y que permite que cada breve descripción onírica —más válida que mil palabras— equivalga a metros de texto, es un registro ideal para dicha tarea

David Uclés.



 

En tiempos en que hasta la mentira nos debe parecer real, en que recurrimos a la IA para que cualquier cosa inventada se vista de realidad, en que una hamburguesa de tofu tiene que asemejar la realidad deseada y en que hasta la objetiva belleza de nuestros cuerpos esconde feos rellenos de silicona, utilizar lo mágico, lo descarada y excesivamente onírico, para transmitir una realidad tan dura, cruel y sangrienta como la guerra civil, me parece, como mínimo,  valiente y transgresor.

No conforme con vestir el país que llama Iberia de sucesos mágicos, sorprendentes y a veces preñados de una sugestiva lírica, Uclés introduce casi todo aquella herramienta que un escritor tiene a su disposición. Digresiones históricas, aparición de algunos de las personas reales que sufrieron o provocaron aquella horrible guerra, pasando por Antonio MachadoPablo Picasso,  Federico García LorcaMaría ZambranoMiguel HernándezPablo Neruda, Queipo de Llano o hasta el mismo Franco, o incluso el autor se implica de manera tan absoluta en la obra que habla directamente con sus personajes o recomienda al lector escuchar la música que él escuchaba cuando escribía esos párrafos.

¿Demasiado? Quizás.

Pero si quieres escribir una novela total, que intente plasmar desde muchos ángulos todos los sucesos, emociones, intenciones, sufrimientos y alegrías de aquella sangrante herida, es necesario acudir a todo. En este caso, el refranero también acude en mi ayuda: más vale que sobre, que no que falte.

La novela, con toda su exuberancia narrativa, consigue involucrar emocionalmente al lector. El derrumbe de la sociedad española lo sientes en la familia Ardolendo y en el hundimiento y envilecimiento moral del pequeño pueblo de Jándula.

Y se sufre. Casi todos los hechos históricos de la Guerra civil los conocemos por documentos periodísticos o libros y artículos de historiadores. Pero un recorrido por esos escenarios, esa muerte, ese sufrimiento, novelados en la piel de sus protagonistas, hace sufrir. Y cómo no sufrir ante la horrenda guerra que montaron aquellos militarotes incultos y ambiciosos (en este caso, la peor ambición que puede existir, la que obvia el sufrimiento y los derechos de seres humanos).

En cuanto a la calidad de la novela, la crítica ha sido casi unánime en su entusiasmo, y el apoyo de algunos lectores con influencia mediática ha contribuido en mucho a su rapidísimo éxito. En mí nació el interés cuando oí hablar de ella de una manera harto elogiosa a Iñaki Gabilondo (cada uno tiene sus gurús de estilo). Los lectores, ya es otra cosa. He oído y leído opiniones para todos los gustos y en todas las escalas. Eso, por supuesto, es lo normal e incluso deseable, la variedad de lectores es, al tiempo que impepinable, necesaria para la variedad en la literatura y el arte en general.

Nos debe alegrar el hecho de que el libro del año, de vez en cuando, sea una obra con reales ambiciones literarias. Las ambiciones comerciales de las editoriales no suelen casar con las artísticas. Habría que felicitar a la editorial Siruela que en los últimos años ha dado en la diana con dos títulos que consiguieron aunar la calidad y la comercialidad, uno es el que nos ocupa y el anterior fue un  ensayo, nada más y nada menos,  sobre el universo de los libros, El infinito en un  junco, de Irene Vallejo.

Mi recomendación en este caso, es leer La Península. El esfuerzo del autor por escribir una obra así (ha tardado 15 años) merece prestarle nuestra atención durante unos días. Si realmente os apetece, claro, que también es verdad que hay más libros que botellines y la vida ociosa es corta.

Este libro ya descansa en mis estanterías. Algunos, al tiempo de leerlos, están en la estantería. Otros, los menos, se quedan allí. Algunos se ganan el derecho a un hueco propio, a enseñar su lomo entre otros libros favoritos, justo en el estante a la altura de los ojos. Tú sabes dónde está y sabes que seguirá allí, mientras tú recuerdes pasajes de sus páginas, lo saques para recomendárselo a los amigos o incluso lo releas alguna vez.

 



 

Nos vemos en los libros.

 

  

2 comentarios:

  1. Pues dan muchas ganas de leerlo!! Ahora, que a ver de dónde saco el tiempo!!! Gracias por esta reseña tan buena!!

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