martes, 8 de julio de 2025

QUÉ ALEGRÍA CUANDO ME DIJERON

 

     QUÉ ALEGRIA CUANDO ME DIJERON…

    Qué alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor, ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén.

Seguro que la has canturreado al leerlo. Los que por nuestra edad vivimos una educación inmersa en rezos, sotanas o cofias y crucifijos, a más honra de los ganadores de la cruzada, tenemos en la memoria musical una ingente cantidad de canciones, himnos, salmos y coletillas que por mucho que quisiéramos nunca podríamos borrar de nuestra mente (que tampoco hace falta). Incluso, de forma harto ladina, los curas cogían sin ningún pudor músicas de gente como Bob Dylan o Simón y Garfunkel para meterles con calzador rezos y plegarias. Y funcIonaba. El marketing eclesiástico no les ha fallado desde hace veinte siglos



Esta digresión viene a cuento porque la cancioncilla de marras. La de la alegría cuando me dijeron, salta en mi cabeza y sale de mis labios como un resorte automático cada vez que alguna noticia me alegra, cada vez que me cuentan que voy a tener un nuevo sobrino nieto, cada vez que alguien a quien quiero me anuncia cualquier buena nueva.

Pues… qué alegría cuando me dijeron que le han otorgado el Premio Princesa de Asturias de las letras a Eduardo Mendoza.



Cuando uno de los premios de relumbrón cae sobre uno de esos autores de los que han habitado nuestra particular vida, la alegría es genuina y justificada. No sólo por el hecho, bastante liberador, de que no tendremos que fingir en nuestras conversaciones literarias que conocemos a ese escritor Kazajo que se ha llevado el Nobel, del que jamás habíamos ni sospechado su existencia y sobre el que solo podemos repetir los titulares de la sección de cultura de los periódicos “un referente del puente cultural entre Oriente y Occidente y bla, bla, bla…”. No sólo porque no tendremos que correr a nuestra librería favorita para poder fardar de tener en nuestra estantería algún título de ese poeta uruguayo de nombre extrañísimo al que le han dado el último Premio Cervantes.

También y sobre todo, nos alegramos porque existe eso que podríamos llamar  cariño literario.

Todos tenemos una reducida lista de autores a los que terminamos entregándoles nuestro corazoncito de lectores, por muchos y variados motivos, cada uno por los suyos propios.

Tenemos autores favoritos a los que leemos y releemos, a los que estudiamos de niños y de los que conocemos todos sus títulos. Hasta hemos leído algunos ensayos sobre su literatura. Dickens, Victor Hugo o Galdós son los primeros que yo podría nombrar.

Pero existe otra categoría que, aunque no tenga tanto nivel de calidad, goza de nuestro (por lo menos del mío) cariño literario. Son nuestros escritores favoritos contemporáneos. Los que se han hecho escritores al mismo ritmo y en el mismo mundo que nosotros nos hemos hecho lectores.

Nuestras carreras, las de los creadores y las de sus lectores, han ido de la mano desde siempre, se conocen y se tratan como si fueran familia, han compartido alegrías y sinsabores desde sus inicios, los lectores hemos esperado ávidos la inminente salida del siguiente libro así como los escritores han esperado (también ávidos, aunque lo nieguen) la llegada de los lectores a las librerías y de sus ojos a sus novelas, ensayos o poesías escritos en soledad. Se deben la existencia los unos a los otros. Al fin y al cabo, ¿Qué me debe a mí la obra de Shakespeare? ¿En qué ha influido mi vida en la vida y las obras de Dickens? En cambio la vida literaria y las novelas de Eduardo Mendoza están ahí y son así tanto por sus fieles lectores como por la sociedad que formamos entre todos, que él disecciona y parodia con su humor.

Eduardo Mendoza, por su parte, nos da felicidad.

Así ha definido él, en las numerosísimas entrevistas que han seguido al anuncio de la concesión de tamaño premio, su intención y afán al dedicarse al noble y sacrificado oficio de escritor.

La literatura (la buena y a veces también la mala) siempre da felicidad al lector. Felicidad entendida en un amplio sentido. Felicidad como un gusto instantáneo que nos hace sonreír  al terminar un párrafo, o la felicidad que nos provoca mover y agilizar nuestra mente juntando letras, palabras, frases, párrafos e ideas, y que nos recuerda que en nuestra cabeza habitan todos los mundos, posibles e imposibles. O la felicidad, más enraizada y profunda, que nos ayuda a construirnos como personas, libro a libro y lectura a lectura, a base de conocimientos, sensaciones y emociones.

A Mendoza le debo yo mucha felicidad.  No recuerdo ni cuándo fue ni cual fue el primer libro que leí de él. Lo que sí sé (ahora lo sé, porque lo acabo de mirar en la edición que tengo) es que su primera novela es del año 1975. La verdad sobre el caso Savolta fue un éxito inmediato cosechando desde su salida premios y lectores. No fardaré tanto, yo tenía entonces 9 años y aún andaba con Mortadelos, Astérix y Tintines. Mi ejemplar, que aún atesoro, es de la décima edición que salió en el año 89. Conserva una amarillenta pegatina de la librería Biblos (me pillaba muy cerca de casa). Por cierto, de tanta alegría cuando me dijeron…, saqué este libro de la estantería y, admitiendo que no me acordaba de casi nada, me lo he vuelto a zampar para regocijo de mi espíritu lector.

Después de La Verdad sobre el Caso  Savolta, Mendoza publica sus dos primeras novelas del detective sin nombre. Con El misterio de la cripta embrujada y El laberinto de las aceitunas, descubrimos que la literatura podía ser divertida, de una manera brutal y como declaración de intenciones. Para los que veníamos de la adolescencia y nos jactábamos de leer libros transcendentes que nos revelaban con crudeza y desánimo la realidad humana, que cuestionaban con tediosa intensidad nuestra existencia y así alimentaban nuestros vanos sueños de adultez intelectual,  estos dos libros y más tarde el serial publicado en El Pais Sin noticias de Gurb fueron una descojonante liberación.



Después Mendoza ya nos tenía. Desde entonces, y hablo de casi toda nuestra vida, sus lectores le hemos seguido la huella libro a libro, entrevista a entrevista, permio a premio (en el año 2016 recibió nada menos que el Premio Cervantes). Algún título se nos habrá escapado, pero la gran mayoría de sus novelas están en nuestras estanterías.

Tiene también obras de esas que los críticos llaman mayores, como La ciudad de los Prodigios o La isla inaudita y toda una serie de novelas cortas, de una variedad de estilos y géneros con la que consigue nunca aburrir al lector (el undécimo mandamiento). Entre estas últimas brillan con relumbrón en mi memoria lectora dos títulos El asombroso viaje de Pomponio Flato, una divertida digresión entre novela de detectives y cuento bíblico, y El año del diluvio.

No sé si os pasará a vosotros, pero sin tener un motivo claro, algunas obras literarias se instalan en nuestro emocionario particular en un puesto preeminente. Quizás por calidad literaria no se lo merezcan, pero ahí están. Una buena afición lectora debe contar siempre con que somos seres caprichosos y de gustos particulares en su propia mismidad.

Tengo especial debilidad por El año del diluvio. Una novela corta que casi nadie nombra al citar obras de Eduardo Mendoza.  Es la sencilla historia de la relación entre una monja y un terrateniente en la Cataluña rural de los años cincuenta, contada en un tono amable y cercano y con unos personajes que Mendoza trata con esmerado cariño, todo ello bajo unas lluvias torrenciales.

El año del diluvio será hoy mi recomendación. O cualquiera de las obras de Mendoza anteriormente citadas si no has probado aún su literatura. Aún sabiendo y asumiendo que a las recomendaciones las carga el diablo y que los gustos de cada uno, en su propia mismidad como queda dicho, normalmente no tienden a ser los generales. Aún así, nos gusta que lo que nos ha hecho disfrutar a nosotros, lo haga con aquellas mentes y sensibilidades de la gente a quien queremos. Tanto es así que de tanto insistir y dejarla a los amigos, algunos de los cuales son de esa especie animal que no devuelve los libros (no os preocupéis, os quiero igual), a lo largo de mi vida he tenido que volver a comprar ejemplares de esta novela cuatro o cinco veces.  



Una curiosidad es su título Riña de gatos. Fue novela ganadora del Premio Planeta, y es quizás su novela de menos calidad literaria. Cuando, con bastante frecuencia, el Premio Planeta cae sobre la primera novela de un presentador televisivo o alguien famoso por cualquier otra causa, es esperable que la calidad de la novela sea lo último que preocupa a los señores que señalan al premiado, pero resulta que cuando El Planeta distingue a un autor de los de prestigio, de carrera consolidada, la novela ganadora es, de manera indefectible, la peor que ese insigne autor ha escrito.

Sobre los premios literarios en España (y supongo que en los demás países, que en todos lados cuecen habas) se podrían verter ríos de tinta.

Los Princesa de Asturias es un nombre al que nos tendremos que acostumbrar después de tantos años de masculinidad del heredero a la corona de España, dando gracias a que las igualdades, en este caso por azar de nacimientos, den paso a una princesa. Para ser honestos, nuestra actual familia Real desde siempre ha practicado a su manera eso de la igualdad de género: Las Borbonas y los Borbones, igual de golfos y ladrones.

Los Premios Princesa de Asturias, que se entregan desde el año ochenta y uno, han ido cogiendo prestigio con el paso de los años y, si repasas los nombres de los premiados (tanto en la categoría de Letras como en otras categorías como Artes, Comunicación y Humanidades, Concordia o Ciencias Sociales, por citar las que sus premiados son personas más conocidas) forma un universo de personajes que son responsables de mucho de lo bueno que le ha pasado al mundo en los últimos cuarenta y cinco años.

Ya que tenemos, queramos o no, que a mí nadie me ha preguntado,  Reyes, Reinas y Princesas, por lo menos que se dediquen a esto. Mientras tanto no hacen cosas peores. La concesión y entrega de estos Premios pone en el centro de la escena, durante unos pocos días, a personas, organizaciones e instituciones de enorme talla y que dan relumbrón y colorido a las calles de Oviedo y a las pantallas de nuestras teles. Desde Woody Allen a Murakami, pasando por Mariza Zambrano y Berlanga, Stephen Hawking, Quino, Serrat, Nelson Mandela y Médicos sin Fronteras. La lista es bastante impresionante. Hay para todos los gustos y colores, ¡hasta deportistas!

También (por supuesto, es la intención) los premios ponen en el centro de la escena a la familia que, a trancas y barrancas, a tropezones, lleva reinando en España una chorrilera de años. Empecé este escrito con una digresión banal sobre el Marketing Eclesiástico, la verdad es que el Marketing Monárquico no se queda atrás, Al fin y al cabo son las dos instituciones que mejor se han vendido a través de los siglos.

Pues nada, que Eduardo Mendoza ocupe un sitio entre tanto insigne nombre es, para el que escribe, una enorme alegría.

Quizás juzgaréis el momento de glosar el nombre de Mendoza algo tardío, dado el tiempo pasado desde el anuncio de la concesión del Premio, los días posteriores de loas, panegíricos y entrevistas y la rapidez con que se entierran unas noticias a otras. Es solamente un vano intento de no parecer muchedumbre, de no participar en el elogio masivo y multitudinario, una fútil intención de no parecer uno más de tantísimos. Lo dicho, vano intento, al fin y al cabo todos somos masa.



Nos vemos en los libros.

IBERIA SANGRA

                       "La ambición es un vicio, pero puede ser madre de la virtud."   -                      Quintiliano       ...